19/3/09

Sol Crispado

En la gigantesca estructura era una más de las tantas pequeñas ventanas del único y amarillo hogar, de tantos cuerpos ingrávidos.
Eran la representación de una vida árida, lejana y solitaria en su soliloquio. Soñando el delirio de los “sin vida”. Pero a pesar de las lágrimas ardientes que el sol siempre se encarga de secar, pintando mariposas de fuego en la noche sin estrellas, mientras los ciudadanos se humedecen nuevamente. Son avena putrefacta que es carne y sangre en descomposición.
Sangre que es pintura roja en las puertas de éstos, es privacidad ajena, ya que la desconocen. Pero también es como un café frió, mala programación de TV,
ya que el autor de estas memorias de prisión, está obsesionado con el tinto, que no puede beber; aún tiene sabor a nicotina muerta entre sus dientes, flojos de muchos golpes y de un insomnio mal curado.

Esta es su familia multitudinaria que se reúne , como todas las veces, en la mesa kilométrica dibujada en el parque, donde solo un día a la semana los inquilinos del pabellón tienen permitido estirar las piernas, ejercitar esos músculos, aceitar esos muslos, tendón a tendón. A pesar que la mayoría lleva un agente altamente cancerigeno en la mano derecha, es por eso que cuando están de mal humor, se dicen unos a los otros:

-Muere uno de cada cien de cáncer, bueno espero que seas uno de ellos.-

Es cuando la gran “madre” de bigote, que tiene mil bocas que alimentar, hace sonar la cacerola y en su uniforme azul siempre impecable, se hace notar, hace relucir su calidad de cerdo en todo su esplendor. Bajo una niebla de insultos, porque el café esta frío, y la TV se quedó sin baterías.
A coro tal como mil concubinas de grandes bíceps, aprietan sus gargantas y entonan, por una ración mayor de puré de papa en el almuerzo y que cambien a la cocinera, porque esa sustancia que llaman carne parece engrudo y que no sean tan tacaños con las albóndigas y las chuletas. Que cumplan en traer ese postre exótico tan esperado llamado “flan”.
Mil “niños” enormes, se acercan a la “madre”, con sus pañales sueltos, corriendo a duras penas, tropezando unos con otros, sus robustos cuerpos hacen estragos en el piso de mármol. La “madre” con una amplia sonrisa de oreja a oreja, muestra sus coronas de oro y plata, extendiendo sus azules brazos de camisa almidonada, de bigote recortado, de zapatos lustrados, bastón de la ley y de placa que solo respetan los uniformados que no están allí.

En la fiesta venidera, los “niños” devoran a su “madre”, con todo el “cariño” del mundo, más allá de los altos muros que los rodean, más allá del dolor y la radio vieja donde escuchan los partidos, que se funde con las lágrimas que caen sobre ésta, llenando sus sacos de tripas, cultivando grasas, para luego quemarlas bajo una cesión de juegos en el parque tan soñado por ellos. Sueños dorados, lejos del arenero, de tantos diálogos aburridos que solo les provocan sueño a la hora indebida para la “siesta”. La que algunos no desean dormir, por temor de no despertar. Pero aún así, los hijos son perdonados. Se perdonan unos a los otros, perdonan a sus víctimas, a cada una de ellas detrás de esas paredes, los perdonan física, social, intelectual y religiosamente. Los crímenes nunca se cometieron, las sillas no son eléctricas, las cámaras no son de gas, las inyecciones no son letales. Son tan solo tranquilizantes, para soportar el tinto frió, las malas publicidades y los desayunos predigeridos. Entonces no hay más de ese sudor frió; no hay necesidad de actos de violencia; las puertas se abren y a cada niño le llega el turno de cambio del pañal. Estos sonríen ampliamente imaginando otras “madres” de uniforme azul por devorar, en el delicioso sabor del “cariño” de la ley, que queda entre los dientes, o al menos son consolados por el refrán: “no hay mal que dure después de la muerte”, aunque luego se preguntan: ¿Era así? ,¿O de otra forma?.
Sea como sea. Cuando no tengan más sus cuerpos de carne y sangre podrán pasar por entre los barrotes.

Tratando De Ser Un Profesional

Cinco p.m.: Caía lluvia en el cuartel, cuando un automóvil llegó. Dos soldados salieron a recibirlos. Era un hombre bajo, algo grueso, de gran bigote, piel trigueña. El otro era muy alto, bastante corpulento, calvo y de piel blanca.

Cinco y cinco p.m.: Dos hombres aparecidos de la nada fuman en el marco de la puerta.

Cinco y seis p.m.: Una enfermera, casi tropezando, lleva una bandeja de metal, con una jeringa y cierta droga de color púrpura.

Cinco y quince p.m.: Un gran camión llega al cuartel, doce uniformados de negro bajan por la parte de atrás, todos armados. Uno de ellos de gafas oscuras, tose varias veces. Saca un cigarrillo de sus ropas, otro soldado se lo enciende.

Cinco y diecisiete p.m.: Unas luces ambarinas iluminan los pinos a unos metros. Son chispazos de bala. El hombre de gafas es alcanzado, cae al suelo. Dos soldados lo levantan, mientras los demás repelen el fuego cruzado. El tiroteo con los desconocidos dura 5 minutos.

Cinco y cuarenta p.m.: El hombre de gafas que era el líder del grupo es atendido por las enfermeras del cuartel. El doctor de cabecera aún no llega al lugar. Una enfermera grita.

Cinco y cuarenta y cinco p.m.: Hora del fallecimiento del líder del grupo. Aún es desconocida su identidad.

Cinco y cincuenta p.m.: Llega un automóvil de color blanco. Baja un hombre que por sus insignias es un Mayor. Lo saludan los soldados y las enfermeras. De sus ropas toma un cigarrillo. Un soldado se lo enciende.

Cinco y cincuenta y cinco p.m.: El Mayor les grita a los soldados, a las enfermeras, mientras se dobla su quinto cigarrillo. Alguien disparó en alguna de las habitaciones del cuartel.

Cinco y cincuenta y seis p.m.: Los soldados saltan detrás de una de las mesas, el mayor se esconde bajo una silla. Las enfermeras se quedan de pie, sin saber qué hacer. De algún lugar del pasillo alguien dispara.

Conversaciones grabas entre las seis y ocho p.m. cuando se fueron las luces del cuartel:

-¿Dónde diablos está ese enano?, Lo traje aquí porque es una de las cosas que el almirante pedía, díganme ¿donde está?.-dice el Mayor.
-¡No sabemos señor!- dicen los soldados.
-¿Qué es ese ruido?.- aparentemente dice Mayor.
-Por favor cúbranme- otra vez el Mayor.
-¡Ayúdennos!-gritan las enfermeras.

Grabado por las cámaras del cuartel a partir de las nueve p.m. sin audio:

El hombre bajo, grueso de gran bigote está sentado en un sofá, junto a un hombre delgado, de piel gris; éste fuma sin parar, cigarrillo tras cigarrillo. El hombre bajo se llama Humberto, es el psiquiatra del hombre delgado que es el almirante Pedro.
El almirante, toma un arma, la sacude todo el tiempo. El psiquiatra, parece estar nervioso, toma un vaso de agua tras otro. El almirante busca una botella de licor. Le sirve un vaso al psiquiatra.
La habitación se ilumina de pronto. Son disparos que vienen de afuera. El almirante busca una ametralladora del armario. Dispara por un período de media hora.
El psiquiatra está de pie junto al teléfono mientras el almirante le dice algo.
El almirante se levanta y le da un golpe con el puño al psiquiatra, éste cae en el suelo. Busca algo en la bandeja de metal, pero parece no encontrarlo.
El techo parece estar apunto de desplomarse; cae polvo de éste.
El almirante se sienta en lo que parece una especie de control de mando.
Descubre algo en una mesa, es un botón rojo de gran tamaño.
Se anuda la corbata, arregla su uniforme y se dispone a presionar el botón.
Un disparo viene desde atrás. El psiquiatra sostiene un arma; está algo nervioso, pero parece hacer un gesto de alivio.
El almirante se desploma sobre la mesa, presionando el botón con su cabeza.
Una luz rojiza entra por la ventana, un gigantesco hongo se ve en las pupilas del psiquiatra.

Fin de transmisión
.

Botella De Fino Licor O De Bourbon

El era el último en entrar al lugar, también el ultimo en salir. El era como las conciencias perdidas, pero cuando todo lo demás era fortuito, cuando nadie tenía las respuestas. El tenía las cartas bajo la manga. Pero él mismo, nadie más que él, se veía en un aprieto cada vez que llegaba a esa situación. En la misma cafetería, eran los mismos rostros, pero no las mismas personas. Fue en ese momento, de un primero de abril, donde confrontó la indecisión, donde los recuerdos dejaron de ser confusos. Ya que el siempre decía:

-No puedo confiar en mis propios pensamientos, ya que muchos de éstos son recuerdos y los recuerdos no son reales; son solo puntos de vista muy parciales, siempre partiendo de nuestros ojos que no ven más allá de nuestra larga nariz de madera, que crece cada vez más con el tiempo tirano, que es el único que no tiene cambios, que siempre actúa según el guión, según el cronograma. Yo en cambio no me atrevo a decir que puedo continuar siempre sincero, inamovible como el tiempo; esas cosas no suceden con los seres de carne, como yo.-

El hombre se sienta frente a la camarera, entre la monja y el taxista, cerca del ingeniero electrónico y del panadero. No puede contener su pánico por los ambientes normales; no puede sostenerse en ese pequeño banco circular, tan lejos del suelo; pide un capuccino, pide un tinto, pide café con leche, pero ninguno sabe bien, no hay leche. El azúcar es artificial, la cuchara se deshace en la taza, entonces pide un vaso de agua. Abre un sobre de azúcar, la mezcla con el agua, toma unas píldoras, dos, tres, seis, mira el reloj, busca una cara desconocida, una nueva, una extraña actitud que quiebre la rutina, busca un gruñido, un grito, o una queja, un lamento, un suspiro, un golpe de puño sobre la mesa, busca pero no lo encuentra.
No encuentra lo que busca, no busca lo que puede encontrar, pierde el interés en lo que tiene, desea lo de los demás, odia la improbabilidad de los hechos, el deseo que crece en su interior y quema todas sus esperanzas, quema su cabeza, mata sus neuronas, ésto lo reduce a un estado vegetal, donde solo puede balbucear incoherencias, donde babea como un niño que quiere a su mama, a como un anciano que quiere a su niña.

Se pregunta si la atractiva camarera hace algo más que servir pan blanco, mantequilla caliente y cubitos de azúcar. Esos cubitos que ahora deja caer en su lengua, que permanecen horas dentro de su boca, no sabe si esa chica es dulce, o es que el azúcar lo esta enloqueciendo, no sabe si desearla, si fantasear con ella, o lanzarle la taza de café en la frente de ésta, con plato y cuchara.

Es que no alcanza a entender el comportamiento humano, después de tantos días, meses de observar a todos en este lugar, después de estudiarlos a cada uno, al cansancio. Tal vez debería entablar una conversación, pero se niega, no quiere cambiar su papel, no quiere faltarle el respeto al tiempo, al reloj “suizo”, no quiere burlarse del destino, ni de sus recuerdos, ni de sus memorias. Está consumido por sus pensamientos, está en una especie de “trance”desde que probó el azúcar. En ese momento mira a su izquierda y en silencio, en su mente habla con la monja:

- Trato de que me escuche, ya que no puedo hablar, intento hacer que se quede conmigo en este momento, que entienda mi idea, es que no sabe que la adoro. No sabe que la deseo; si lo supiera tal vez se asustaría, correría, escaparía lejos de aquí, entonces no conocería todas mis cualidades. Las sorpresas que tengo para usted, señora de largo vestido y zapatos negros, señora de pelo misterioso escondido en su corona blanca y a veces negra.-

Por un momento él pierde el control, su taza cae al suelo, se rompe, nadie parece percatarse. Entonces él se enoja, sacude sus manos. Con la izquierda intenta destruir la derecha, como si estuviera naciendo una parte de sí mismo indeseada, pero tan fuerte que no puede manejar. La camarera le sonríe, aunque él cree ver que frota su lengua contra sus dientes, que moja sus labios, como en alguna especie de ritual de apareamiento. Parece que su cuerpo se vuelve voluminoso, que marca mas su estructura, que se alimenta de los deseos del espectador, que tal vez es un ritual de cacería, y no de procreación.

El le dice con sus pequeños ojos:

- Te extraño, hace mucho que lo hago, no lo sabes, pero eso no es lo más importante. Lo más importante es que no puedo dejar de extrañarte, que no puedo preparar la comida, que metí el pollo dentro del horno aun vivo, pensando que no lo estaba y estalló en mil pedazos, ensuciando toda mi casa, que no es muy grande. Mis queridos muebles, mi sofá, mis gritos. Mis trompetas sonaron. Que no puedo hacer el nudo de la corbata, ya que no sé si es para vestirme, o para colgarme, que no sé planchar mis camisas, que no sé si el jabón de lavar es un calmante efervescente, que debo tomar siempre antes de cada comida. Pero vuelvo al mismo lugar, no estoy comiendo, no estoy durmiendo, ya que mi cuerpo no puede abarcar toda esa cama enorme, ya que nadie me ayuda a despertar por la mañana y que gasté mucho dinero en relojes despertadores, ya que su sonido taladrante aniquila mi calma y me obliga a incrustarlo en la frente de algún transeúnte cuando sale de ésta, a las cinco a m.
Estoy esperando hace mucho tiempo, solo puedo beber agua del inodoro, solo puedo comer periódicos, mis medias, cosas con algodón. Vuelvo a pensar en que eras lo mejor que le pasó a mi casa, a mi cocina, a los pisos, al baño, al techo, y al gato.-

Pero aún así, después de hablar demasiado con la camarera, él no pudo entablar nada, ni dialogo, ni una discusión; simplemente no puede mover su lengua, que está endurecida por tanta azúcar. Es cuando no alcanza a soportar más el estado de deshidratación comunicativa por la que con gran sufrimiento debe permanecer. Se levanta de su silla de manera muy brusca y su traje no se arruga, su moño permanece estático y las cartas no caen de sus mangas. Pero cuando se prepara para jugar, para demostrar que él posee el as de corazones, que él no tiene debilidades y si le preguntan, tiene el as de la cocina, o de la calle, también tiene el as de la valentía y de la atracción que sienten por él, por cada lagrima que cae cuando él se aleja de ellas, que lo adoran, así como él se adora así mismo. Pero en vez de tener el as de corazones, tiene una carta negra, como un corazón extraño, viejo y podrido. Parece más cualquier otro órgano, menos eso. Pero para su mayor sorpresa, ya no es el jugador de siempre, ya no es el hombre que era, se percata de ésto al tocar su ropa áspera, gruesa, es un predicador, el negro lo delata, el color mas usado del mundo, que no es un color, es un arma, es un agregado de belleza, es un golpe directo al rostro y una vulgar demostración de poder.

Ahora su boca se abre, su quijada como acto natural cae, él no puede evitar que la lengua quiera moverse; ahora no puede dejar de hablar, pero él no lo desea. Teme el qué dirá este nuevo predicador recién llegado de ninguna parte; trata obligarse a callar, sostiene sus brazos, sus piernas, dobla todos sus músculos, quiebra su espina, abraza con fuerza al extraño, intenta doblegarlo, quebrarlo, pero es el extraño que lo quiebra a él, entonces de su boca salen palabras y más palabras.
El, sin poder entender nada de lo que escucha, se encuentra perdido en si mismo, ahora el sujeto que habla, lo enloquece más que ninguna otra cosa, siente odio por éste, más de lo normal, más de lo que puede soportar, desea cortar su lengua, aunque es la suya propia. Siente el cuello del predicador en sus manos, pero es su cuello, de él, de nadie más.

El predicador, babea, suda, su piel es gris, sus ojos se apagan, sus dientes amarillos, la nicotina, el ultrasónico, el sabor a whisky en sus labios. Cuando habla, escupe arena, escupe restos de un viejo carro, escombros, huesos de animales prehistóricos, escupe canciones tristes, canciones muertas, escupe sus dientes, escupe páginas del gran libro y negro libro, escupe otros predicadores vencidos por camareras, en cafeterías, restaurantes, posadas, bares, escupe sus propios órganos, su sensibilidad perdida, sus sueños dorados, escupe sobrevivientes de alguna de sus pesadillas.
El predicador señala a todos con su dedo, se ríe, mientras mueve su cabeza, enciende un cigarrillo, con fuego salido de ninguna parte; no pestañea, ya que sus párpados parecen inamovibles, sus ojos de nuez, sus dientes de madera, su lengua de hierro y su voz como un rugido. Pero el rugido de piedras cayendo del cielo, de truenos batallando en las nubes. Entonces toma un libro negro, entre sus ropas oscuras y mientras busca, deja ver una cruz de madera tallada. Entre sus dedos de paja vive un revolver, una colt cuarenta y cinco, una arenosa pieza de museo que aún funciona para matar.

Como si tuviera el sol en su boca, se dispone a contar y elegir a su víctima, sus venas vacías, su ira imperecedera, llegado a la ciudad para encontrar a un solo hombre justo, con el libro y el arma en las manos, caminando por el sendero recto, entonces sin saber si matar a la monja, o a la secretaria, al doctor en medicina o al doctor en abogacía; entonces éste pregunta:

- Buena personas, ciudadanos del comportamiento animal, hacedores de olvidables hechos, virus de la madre tierra, ¿Quién desea morir hoy?, ¿Quién será el afortunado en su defecto afortunada, que dirá, yo por favor, a mí padre, démelo a mi?, Acaso todos son tan solidarios, que prefieren dar el regalo a otro miembro de esta cafetería?-

Es cuando todos, sin decir palabra alguna señalan a la camarera, no con la mirada sino con los dedos acusadores, piden por su exterminio. El predicador apunta el revolver justo entre los ojos de la camarera, le regala una sonrisa y una bala con el nombre de ésta, escrito con el sudor de un hombre “santo”, que tiene destino en su cráneo frágil, que se abre en dos al recibir algo que en los ojos de la niña parecía la nave conquistadora de las Américas. Al recibir mentiras de oro y plata, llega a destino y ella se siente como una reina al perder sus neuronas y no solo eso.
Partes de su ser empapan a los presentes, mientras el sacerdote ríe a una sola voz acompañada por un silencio espectral, que es cortado con tijeras de podar, por un grito penetrante, constante, delirante de una aterrorizada secretaria, que parece recibir una descarga eléctrica, cuando una bala de gran tamaño la atraviesa y borra su recuerdo para siempre. Es cuando con una botella de whisky en su derecha, el padre abre fuego a discreción a todas las personas y también los “abre” a ellos literalmente, salpicando toda la cafetería de contenido humano. Mientras algunos corren, otros aúllan, hasta encontrar que la única puerta de salida esta cerrada por fuera. Entonces el individuo que parecen ser dos, vestido de párroco, habla una vez mas:
- Uno solo de ustedes puede quedar vivo, díganme ¿Cuál?, sin dudar, entonces ¿Cuál será, por favor?-

Su intención es escuchar, pero su mano no puede esperar, barre con sus alegrías, con ingenuos sueños de libertad.
En alguna parte del salón, una mano se alza, pidiendo clemencia; es perforada por una pequeña bala de otra pistola, guardada en su bota. Una voz lastimada grita desde cada poro de su ser, de cada célula de la carne:
-Por favor, yo quiero vivir, no me importan los demás, ni mi mujer, ni mis hijas, señor no me mate.-
El predicador se acerca al hombre sonriendo y le pide que abra la boca:

-Señor, diga “A”.-

Cuando el señor dice “A”, se come una bala, entonces el hombre “santo” dice:

- Señores que buen gusto tiene este padrecito ¿no?.-

Es cuando los presentes asienten y saben que todos tendrán igual final. Entonces el ama de casa, dice:

- Bueno, que suerte que no fui yo; sí, suerte; qué me importa del hombre ese, que alguna vez fue mi marido.-

Suerte no es algo que crezca entre esta tierra yerma. Crecen eucaliptos, crece trigo muerto, crecen cactus y crecen penas, sin olvidar granos de arena.
La mano derecha del “santo” vacia otra botella de whisky en la barra de madera, en las mesas y sillas. La mano izquierda materializa fuego otra vez, para encender todo el lugar, mientras ríe como un hacha talando un viejo árbol. Observa los cuerpos arder, enfunda su revolver, su cruz, su credo y habla para si mismo:

-“Esto no esta bien, falta algo en esta escena, me pregunto ¿Que será?”.-

Entonces lo recuerda, los niños nunca mueren al final de la historia, debe dejar vivo a uno. Si es que lo hay. Mira hacia la izquierda, hacia la derecha, encuentra al pequeño Tomás.
El niño está protegido por un aura blanquecina que promete la seguridad de todo pequeño en el estado de horror moral. El predicador se acerca, con una sonrisa sincera, mientras sus ojos se vuelven azules y húmedos, su voz dulce como la de una nube en un cielo despejado de primavera. Lo tranquiliza, llevándolo a la salida más cercana que es, maderas abiertas, por una bala más de su revólver, que renueva las posibilidades de Tomás, el niño; entonces el padre sonríe y dice:

-Que tengas un buen día niño, aquí en el infierno hace calor, pero todavía es agradable, no te preocupes, come tu cereal, haz tus ejercicios, no mires demasiada televisión, no aceptes dulces de extraños y llegaras a presidente.-

El niño, le dice al padre:

-Gracias hombre santo, recordare sus dulces y sabios consejos. Ahora me voy a conquistar el mundo.-

Mientras el padre veía al “hijo” correr, por las praderas y los indios cabalgaban en tiburones entre las nubes, grandes gigantes de jengibre rebotan por los pastos, burbujas rosadas cantan con esplendor, que resuena entre las venas agitándolas como cuerdas. Entonces una aurora boreal resplandeció en la cafetería, primero con una implosión, luego una explosión, iluminó medio planeta, generando un eco que barrió el polvo de los desiertos, volcando camiones de gasolina en las carreteras, aniquilando poblaciones enteras. Pero el padre se decía a si mismo:
-Muchos adultos pueden morir en este dia, pero ningún niño morirá en el correr de“mi” historia.-
Ni en el correr o el caminar de la historia sobrevivió ningún alcohólico al volante. Como si el hombre “santo” decidiera por el destino de todos. Según crecía su ira, millones caían. Es que no era tan solo un “hombre” a fin de cuentas.
Después de tan grande holocausto, de que océanos apagaran el fuego y lavaran almas corrompidas ardiendo. El buen predicador, apuntó el revolver en su frente. Se dispuso a volar sus preciados sesos, cuando en un instante se dijo:

- Predicador, he dejado que mates a medio planeta, he dejado que se quemaran las carreteras, pero esto de matarme a mí, ¿Es broma no?.-

El predicador, enfundó el arma y pensó:

-Tienes razón, recipiente obtenido, no puedo herirte, ya que estamos juntos en cooperativa.-

Entonces el “mal chico”, que él sentía que debía morir al final, deja de lado la tradición, no le importan los finales esperados y prefiere ser el “buen chico”, que nunca muere.

De espaldas a lo que siente su público, se da la vuelta, sonríe y apunta con gran precisión a todos ellos. Su revolver abre sus fauces y escupe una lluvia de balas, casi como hay millones de estrellas en el cielo, así viajaron por un lapso de tiempo, hasta los cuerpos de sus espectadores, que fueron alcanzados por su “actuación”.
Al final de su obra toda la sala queda salpicada de sangre, así de sucios, pero divertidos, cien personas, aplauden de pie, ovacionan otra entrega del “predicador”, comiendo sus crispetas, levantándose de las butacas y sabiendo en sus corazones aturdidos, que la saga no tiene fin, porque volverán a ese teatro de la vida, ya que aun hay más. Siempre lo habrá.

Stella En Sus Lobulos


Otro recuerdo del pasado viene a mí, otra historia del “viejo” mundo. Estoy en un bar, me siento a una mesa y sin querer, observo a alguien.
El hombre es un desconocido, aunque en mi mente lo he visto; es un transeúnte; también es padre y marido, por las personas que lo saludaban con afecto.
Pero también tiene un pésimo carácter al atender muy mal a los clientes en su pequeño bar, que no es suyo, sino de un amigo, al que envidia por la forma en que éste vive su vida y al que, apretando los puños, odia por despreciarlo siempre. Pero también necesita de su ayuda, cuando enmudece con lagrimas y con una sonrisa se dice para sí que no le importa.

¿Quién sabe cuántas experiencias habrán vivido juntos?

Tal vez ninguna, quizás solo se soportan; pero éste, cuando se queda con el dinero, da mal el cambio, o trae el vaso de cerveza todo mojado de sudor, afecta con su desdén a cada espectador de ese teatro tan barato, que es gratis con la bebida , las papas fritas, con el maní y las crispetas.
Su aspecto es de grandeza cuando llega por la mañana y de tristeza cuando sale por la noche. Es joven a veces cuando llega su esposa y sus ojos se iluminan como estrellas; pero no son más que faroles de bajo voltaje, ya que cuando ella sonríe al dueño, sus estrellas se caen afectando todo un planeta, sus asteroides ruedan por el piso sucio del bar, haciendo tropezar a algún borracho de turno.
Es cuando los espíritus de todos los clientes mal atendidos por él, se hacen presentes, para que a las cinco en punto, la paranoia despierte en el servidor de copas, para que le ladre a alguna que otra bailarina y para que descubra que unos ojos pequeños, singulares, lo observan desde hace meses, con la afectividad de un perro que quiere su hueso; para este momento, en su boca, sus cejas y sus tics, se lee que desea renunciar a su sueldo magro, para atarse una roca al cuello y tomar el tren de las seis, bajo el puente en las heladas aguas, de una vida llena de remordimientos, e inútiles y frágiles sueños vendidos al mejor precio.
Aunque éste no será ese día, detrás del mostrador tal vez guarde un pequeño utensilio de cocina, que escupe balas para amedrentar algún que otro molesto, que no desea dormir en su casa. El no está dispuesto a arrastrarlos a sus camas; ya que estos le quitan la vida, le acortan los días, es un mal que no tiene arreglo, ya no.

Es de día, toma vino tinto con agua sin gas, toma una aspirina, después otra, se sirve un café, después se sirve otro, después toma una botella de jugo, al final se limpia con un mantel, enciende un cigarrillo doblado, come un caramelo de menta, después otro de miel, busca en sus bolsillos algún objeto de felicidad, busca su reloj, que por el gesto, o sea la mala cara, ya no tiene batería, cierra los ojos, se muerde los labios, se peina, se toca la frente una y otra vez, se lamenta, habla solo, pide ayuda al techo, mira asustado el suelo, se acomoda la camisa, anuda la corbata, abotona las mangas, se pone el saco, la fina chaqueta, los guantes, el sombrero, las gafas, ladra una o dos veces.

Para cuando amanece, los focos de luz revientan, las puertas se cierran y un fisgón profesional siente el apretón en su garganta; son sus fríos guantes de cuero, que me ahogan, las palabras se agotan, los ojos del mesero se iluminan, y yo no veo ninguna luz al final del túnel.

Me despierto un poco aturdido, aún estoy aquí, ahora. Todo fue una especie de pesadilla, o tal vez ocurrió en verdad. Ahora no lo sé, pero sí pienso en algo debido a lo ocurrido:

MORALEJA: MEJOR COMER (Y BEBER) EN CASA.

Un Dia Para Recordar

El señor Guzmán, se levanta bien temprano en la mañana. Es otro día soleado en el nuevo mundo. Le da un beso en la mejilla a su esposa y se levanta para preparar el desayuno para los dos. Se lava rápidamente la cara y aún con su rostro mojado, se dirige a la cocina, secándose mientras busca las tazas preferidas por él y su mujer.
Busca en la alacena el café, el azúcar, busca la leche en la nevera; cuando la encuentra, nota que solo queda como para una taza. Pero en ese momento el lechero toca el timbre: viene con la dotación semanal.
El lo saluda, el muchacho como siempre le desea un muy buen día, le sonríe y continúa con su recorrido.
El se queda unos minutos mirando el parque; piensa en que debe hacerle una pasada más, ya que el pasto esta muy alto, pero luego se ríe para sus adentros y recuerda lo que le dice su esposa: que él siempre lo ve largo, que se tome un día de descanso.

Entra a la habitación para ver si ella ya se levantó, le lleva el café, con dos cubos de azúcar, un jugo de naranja, unas tostadas con mantequilla y mermelada de manzana.
Ella lo recibe con un beso y una gran sonrisa. El enciende la radio y se dirige al living.
Busca el periódico y se sienta en el sofá. Ella se tarda un poco más en el baño, mientras se arregla. En las noticias no hay nada que valga la pena. Aun continúan insistiendo en lo que muchos llaman la última gran guerra de los conflictos internacionales; incluso algunos hablan de unirse para sobrevivir luego de la catástrofe.
Pero para el señor Guzmán, éstas son puras habladurías, ya que él sobrevivió a una guerra y nunca llegó el supuesto “fin”.

En su rutina, había logrado vivir muchos años felices junto a su esposa, a pesar de que sus hijos vivieran lejos y que ya no tuviera contacto con ellos, incluso que su hijo mayor falleciera en un accidente hace cinco años. Pero él siempre supo cómo superar cualquier contratiempo. Siempre se decía a sí mismo que aún tenia a su mujer, su bella casa, que aún el lechero pasaba todas las mañanas, que el periódico siempre estaba esperando junto a la puerta y cómo podría olvidarlo, si aún tenían a “tomy" su perrito Chihuahua que les hacía compañía.

Más de uno podría decir que este abuelito tenia todo resuelto, a pesar de que el fin sí llego, a pesar que el viejo mundo quedó atrás y con él también se quedó el señor Guzmán, que se había aferrado tanto al pasado, que aún veía al lechero a diario; que aun parecía ver noticias nuevas en la prensa, que se sentaba todavía a ver la novela en la televisión y que por algún motivo veía que el pasto no dejaba de crecer.

Lo cierto es que no había periódicos nuevos, no había ninguna cadena de televisión, tampoco ninguna radio, que las personas que cumplían esa rutina día a día, ya no existían. Triste hubiera sido para él poder abrir los ojos, mirar la “nueva” realidad que a nadie le gustaba, pero que él aún tenia el don de no percibirla.

Algunas veces su propia esposa le mencionaba el hecho de que nada de eso era real, de que debía comenzar a aceptar todo como estaba, que ni siquiera su perrito tomy se encontraba allí y que además debían marcharse donde hubiera comida y donde otras personas pudieran ayudarlos, ya que ellos a su avanzada edad podían tener un accidente en cualquier momento.

Sin embargo, él siempre la convencía de que nada de lo que ella decía era cierto, que tal vez los medicamentos que tomaba la ponían nerviosa, pero que pronto visitarían al médico que le daría algo nuevo. El siempre trataba de solucionar los problemas con una sonrisa; parecía lograrlo a veces, ya que ella le sonreía también.
Pero muchas veces lloraba en la noche. El lo sabia, la escuchaba, pero no sabia cómo calmarla.

Hasta que un día decidió que para hacerla feliz, era mejor seguirle la corriente y ver qué sucedía después. Esperó a la noche, cuando estaban por acostarse, le dijo que al día siguiente se prepararían para salir a buscar a otras personas que pudieran ayudarlos y que sobre todo buscarían un lugar mejor, donde ella se sintiera más tranquila.
Ella se alegró mucho, le dio un beso, lo abrazo. Luego le dijo que ella tenia muchos planes, sobre todo porque había escuchado en la radio días antes de todo el caos, que había grupos de ayuda, que eran personas decentes, que ellos estarían seguros.

A él le daba un poco de tristeza ver cómo su señora deliraba; seguramente tanto tiempo alejada de sus hijos, le había afectado mucho; ella siempre fue una persona frágil. Pero aún así él la acompañaría a donde fuera, aunque ésto que ella pretendía fuera peligroso para sus vidas. El tan solo quería verla feliz.

El señor Guzmán se acostó otra noche más, pensando en lo que haría al otro día. Se quedó mirando unos minutos el techo y luego observó el pútrido cadáver de su esposa, le dio un beso y le deseó buenas noches. Le dijo que todo saldría mejor al día siguiente.

Cosmic Apertua

El niño estaba frente al TV de plasma, jugando a los video juegos. Tomaba una malteada. Luego se comió unos chocolates.

Era otro día aburrido para él. Donde la espera por un nuevo regalo de su padre, le daba motivos para estar animado. Él estaba esperando que su madre lo llevara al centro comercial para comprar algún otro juego para su consola. Pero él los tenia a todos: el de cazador de zombis, el de matar gente en una ciudad del futuro, y el de unos hombres que se transformaban en bestias gigantes.

-¡Ma!, ¿Cuándo vamos al centro comercial?, ¡Que estoy aburrido!.-

El niño le decía a la madre. Pero ella no contestaba.
Aun esperaba cuando cambió de TV a video, para ver el cable. Se puso a ver algunos dibujos animados. Pero como lo aburrían, comenzó a cambiar de canales. Encontró algo en las noticias, de guerras, explosiones. Algo que a él le divertía mucho.
Hablaban de algo que él no entendía del todo. Algo de la “ultima gran guerra”. En casi todos los canales para “adultos”, hablaban de eso del “fin del mundo”. Aunque se hacía aburrido cuando cada tanto, aparecía un periodista hablando demasiado.

Alguien tocó el timbre. La madre aun no aparecía. Estaba en la cocina evidentemente. El niño gritando dijo:

-¡Ma! Tocan¡ el timbre!.-

No ocurría nada. Así que el niño tuvo que ir a la puerta. Era Catalina una vecina que deseaba hablar con la madre del niño:

-Hola Martincito, ¿cómo estas?, ¿Tu mamá esta en casa?.-

Preguntó la señora Catalina, como siempre sonriendo exageradamente. El niño tan solo asintió con la cabeza y señalo con el dedo hacia la cocina. La señora un poco extrañada entró en la casa y se dirigió a la cocina, mientras el niño la seguía por detrás.

Cuando entraron en la cocina, encontraron a la madre del niño sentada en la mesa, con la cabeza dentro de un plato de fideos. La señora Catalina al ver esto se asusto mucho y gritó. Corrió hacia la madre del niño para ayudarla, pero no podía levantarla; inexplicablemente pesaba demasiado. Ella no sabía qué hacer, estaba totalmente histérica. Tocó el cuello de la madre del niño, y ésta no parecía respirar. Muy preocupada no sabía cómo decirle al pequeño que su madre había fallecido.

Al darse la vuelta, con lágrimas en los ojos, miró al niño; éste estaba muy tranquilo, con cara de pensativo. La mujer temblando se acercó a éste y le dijo:

-Martín, tengo algo que decirte sobre tu mama, ella... -

La señora se quedó sin palabras. No podía decirle tan terrible noticia. Entonces el niño se dirigió a su madre, y comenzó a tocarla. Acariciaba su cabeza, aunque luego comenzó a buscar algo en el cuello de su madre. Entonces le dijo a la señora Catalina:
-Señora, ¿qué le ocurre a mi mami?, ayúdeme a moverla, quiero que se mueva otra vez.-

La señora Catalina, rompió en llanto. No podía decirle al niño lo que ocurría. Ella no tenía hijos y se sentía un tanto incapaz de lidiar con éstos. Más en una situación tan delicada como ésta. Fue entonces cuando sonó el teléfono.

El niño corrió al teléfono, apretó un botón, y la llamada salió en el altavoz. En ese momento se escuchó la voz del padre del niño:

-¡Hola amor!, ¿Estás allí ,querido?.-

La señora totalmente muda por sus nervios no supo qué

decir. Entonces el niño dijo:

-¡Papá!, ¿Me escuchas?, yo te escucho, Mamá esta dormida.-

Entonces el padre dijo:

-¿Cómo que duerme Martín?, ¿A esta hora no puede ser?, pásame a tu madre.-

Entonces la señora Catalina se acercó al teléfono, levantó el auricular y le dijo:

-Alberto, discúlpame, yo llegué a tu casa, y Martincito me dejó entrar, pero lo que vi fue terrible. No sé cómo decirlo, pero Laura está... -

Entonces el padre se quedó callado. Y luego dijo:

-Hijo, por favor, acércate. Quiero hablar contigo.-

El niño se acercó y escuchó al padre.

-Acércate a mamá y busca algo detrás de su cabeza, como un botón.-

El niño se aproximó a su madre, buscando eso que el padre le decía. La señora Catalina sin comprender nada, se limitaba a mirar. Fue entonces cuando el niño encontró eso que decía su padre y presionó el botón.

Pasaron algunos minutos, cuando la madre del niño levantó la cabeza. Se puso de pie y continuó cocinando. La señora Catalina no entendía nada. Tuvo que sentarse, ya que al ver eso, se asustó, aunque luego al escuchar a Alberto en el altavoz, quedó confusa, pero más tranquila:

-Catalina. ¿Aun estás allí?. Bueno, entiendo que debe sorprenderte un poco lo que has visto. Pero tiene una explicación. La madre de Martín hace unos años que falleció. Digamos que yo la amaba mucho y tampoco quería que el niño no tuviera su madre. Así que cuando llegó la oportunidad de adquirir un reemplazo, lo hice de esta forma: conseguí la manera de devolverle su madre a mi hijo, y a mi mujer. Perdona si te espanté con todo ésto.-

La señora Catalina se marchó de la casa, mientras la madre del niño aun cocinaba, y éste volvía a ver televisión. Ella cruzó la calle, cuando un vehículo frenó muy cerca de su cuerpo. Ella se quedó mirando mientras el conductor la insultaba. Continuó su camino hasta su casa.

Cuando llegó, su marido que estaba frente al televisor la saludo. Ella aún algo perturbada, también lo saludó y se dirigió a la cocina. Este le pidió algo de beber. Abrió la nevera buscándole una cerveza a su marido, que siempre tenía sed en la tarde. Entonces tuvo cierta curiosidad: comenzó a tocar su cabeza, buscando un botón en ella.