19/3/09

Sol Crispado

En la gigantesca estructura era una más de las tantas pequeñas ventanas del único y amarillo hogar, de tantos cuerpos ingrávidos.
Eran la representación de una vida árida, lejana y solitaria en su soliloquio. Soñando el delirio de los “sin vida”. Pero a pesar de las lágrimas ardientes que el sol siempre se encarga de secar, pintando mariposas de fuego en la noche sin estrellas, mientras los ciudadanos se humedecen nuevamente. Son avena putrefacta que es carne y sangre en descomposición.
Sangre que es pintura roja en las puertas de éstos, es privacidad ajena, ya que la desconocen. Pero también es como un café frió, mala programación de TV,
ya que el autor de estas memorias de prisión, está obsesionado con el tinto, que no puede beber; aún tiene sabor a nicotina muerta entre sus dientes, flojos de muchos golpes y de un insomnio mal curado.

Esta es su familia multitudinaria que se reúne , como todas las veces, en la mesa kilométrica dibujada en el parque, donde solo un día a la semana los inquilinos del pabellón tienen permitido estirar las piernas, ejercitar esos músculos, aceitar esos muslos, tendón a tendón. A pesar que la mayoría lleva un agente altamente cancerigeno en la mano derecha, es por eso que cuando están de mal humor, se dicen unos a los otros:

-Muere uno de cada cien de cáncer, bueno espero que seas uno de ellos.-

Es cuando la gran “madre” de bigote, que tiene mil bocas que alimentar, hace sonar la cacerola y en su uniforme azul siempre impecable, se hace notar, hace relucir su calidad de cerdo en todo su esplendor. Bajo una niebla de insultos, porque el café esta frío, y la TV se quedó sin baterías.
A coro tal como mil concubinas de grandes bíceps, aprietan sus gargantas y entonan, por una ración mayor de puré de papa en el almuerzo y que cambien a la cocinera, porque esa sustancia que llaman carne parece engrudo y que no sean tan tacaños con las albóndigas y las chuletas. Que cumplan en traer ese postre exótico tan esperado llamado “flan”.
Mil “niños” enormes, se acercan a la “madre”, con sus pañales sueltos, corriendo a duras penas, tropezando unos con otros, sus robustos cuerpos hacen estragos en el piso de mármol. La “madre” con una amplia sonrisa de oreja a oreja, muestra sus coronas de oro y plata, extendiendo sus azules brazos de camisa almidonada, de bigote recortado, de zapatos lustrados, bastón de la ley y de placa que solo respetan los uniformados que no están allí.

En la fiesta venidera, los “niños” devoran a su “madre”, con todo el “cariño” del mundo, más allá de los altos muros que los rodean, más allá del dolor y la radio vieja donde escuchan los partidos, que se funde con las lágrimas que caen sobre ésta, llenando sus sacos de tripas, cultivando grasas, para luego quemarlas bajo una cesión de juegos en el parque tan soñado por ellos. Sueños dorados, lejos del arenero, de tantos diálogos aburridos que solo les provocan sueño a la hora indebida para la “siesta”. La que algunos no desean dormir, por temor de no despertar. Pero aún así, los hijos son perdonados. Se perdonan unos a los otros, perdonan a sus víctimas, a cada una de ellas detrás de esas paredes, los perdonan física, social, intelectual y religiosamente. Los crímenes nunca se cometieron, las sillas no son eléctricas, las cámaras no son de gas, las inyecciones no son letales. Son tan solo tranquilizantes, para soportar el tinto frió, las malas publicidades y los desayunos predigeridos. Entonces no hay más de ese sudor frió; no hay necesidad de actos de violencia; las puertas se abren y a cada niño le llega el turno de cambio del pañal. Estos sonríen ampliamente imaginando otras “madres” de uniforme azul por devorar, en el delicioso sabor del “cariño” de la ley, que queda entre los dientes, o al menos son consolados por el refrán: “no hay mal que dure después de la muerte”, aunque luego se preguntan: ¿Era así? ,¿O de otra forma?.
Sea como sea. Cuando no tengan más sus cuerpos de carne y sangre podrán pasar por entre los barrotes.

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