19/3/09

Botella De Fino Licor O De Bourbon

El era el último en entrar al lugar, también el ultimo en salir. El era como las conciencias perdidas, pero cuando todo lo demás era fortuito, cuando nadie tenía las respuestas. El tenía las cartas bajo la manga. Pero él mismo, nadie más que él, se veía en un aprieto cada vez que llegaba a esa situación. En la misma cafetería, eran los mismos rostros, pero no las mismas personas. Fue en ese momento, de un primero de abril, donde confrontó la indecisión, donde los recuerdos dejaron de ser confusos. Ya que el siempre decía:

-No puedo confiar en mis propios pensamientos, ya que muchos de éstos son recuerdos y los recuerdos no son reales; son solo puntos de vista muy parciales, siempre partiendo de nuestros ojos que no ven más allá de nuestra larga nariz de madera, que crece cada vez más con el tiempo tirano, que es el único que no tiene cambios, que siempre actúa según el guión, según el cronograma. Yo en cambio no me atrevo a decir que puedo continuar siempre sincero, inamovible como el tiempo; esas cosas no suceden con los seres de carne, como yo.-

El hombre se sienta frente a la camarera, entre la monja y el taxista, cerca del ingeniero electrónico y del panadero. No puede contener su pánico por los ambientes normales; no puede sostenerse en ese pequeño banco circular, tan lejos del suelo; pide un capuccino, pide un tinto, pide café con leche, pero ninguno sabe bien, no hay leche. El azúcar es artificial, la cuchara se deshace en la taza, entonces pide un vaso de agua. Abre un sobre de azúcar, la mezcla con el agua, toma unas píldoras, dos, tres, seis, mira el reloj, busca una cara desconocida, una nueva, una extraña actitud que quiebre la rutina, busca un gruñido, un grito, o una queja, un lamento, un suspiro, un golpe de puño sobre la mesa, busca pero no lo encuentra.
No encuentra lo que busca, no busca lo que puede encontrar, pierde el interés en lo que tiene, desea lo de los demás, odia la improbabilidad de los hechos, el deseo que crece en su interior y quema todas sus esperanzas, quema su cabeza, mata sus neuronas, ésto lo reduce a un estado vegetal, donde solo puede balbucear incoherencias, donde babea como un niño que quiere a su mama, a como un anciano que quiere a su niña.

Se pregunta si la atractiva camarera hace algo más que servir pan blanco, mantequilla caliente y cubitos de azúcar. Esos cubitos que ahora deja caer en su lengua, que permanecen horas dentro de su boca, no sabe si esa chica es dulce, o es que el azúcar lo esta enloqueciendo, no sabe si desearla, si fantasear con ella, o lanzarle la taza de café en la frente de ésta, con plato y cuchara.

Es que no alcanza a entender el comportamiento humano, después de tantos días, meses de observar a todos en este lugar, después de estudiarlos a cada uno, al cansancio. Tal vez debería entablar una conversación, pero se niega, no quiere cambiar su papel, no quiere faltarle el respeto al tiempo, al reloj “suizo”, no quiere burlarse del destino, ni de sus recuerdos, ni de sus memorias. Está consumido por sus pensamientos, está en una especie de “trance”desde que probó el azúcar. En ese momento mira a su izquierda y en silencio, en su mente habla con la monja:

- Trato de que me escuche, ya que no puedo hablar, intento hacer que se quede conmigo en este momento, que entienda mi idea, es que no sabe que la adoro. No sabe que la deseo; si lo supiera tal vez se asustaría, correría, escaparía lejos de aquí, entonces no conocería todas mis cualidades. Las sorpresas que tengo para usted, señora de largo vestido y zapatos negros, señora de pelo misterioso escondido en su corona blanca y a veces negra.-

Por un momento él pierde el control, su taza cae al suelo, se rompe, nadie parece percatarse. Entonces él se enoja, sacude sus manos. Con la izquierda intenta destruir la derecha, como si estuviera naciendo una parte de sí mismo indeseada, pero tan fuerte que no puede manejar. La camarera le sonríe, aunque él cree ver que frota su lengua contra sus dientes, que moja sus labios, como en alguna especie de ritual de apareamiento. Parece que su cuerpo se vuelve voluminoso, que marca mas su estructura, que se alimenta de los deseos del espectador, que tal vez es un ritual de cacería, y no de procreación.

El le dice con sus pequeños ojos:

- Te extraño, hace mucho que lo hago, no lo sabes, pero eso no es lo más importante. Lo más importante es que no puedo dejar de extrañarte, que no puedo preparar la comida, que metí el pollo dentro del horno aun vivo, pensando que no lo estaba y estalló en mil pedazos, ensuciando toda mi casa, que no es muy grande. Mis queridos muebles, mi sofá, mis gritos. Mis trompetas sonaron. Que no puedo hacer el nudo de la corbata, ya que no sé si es para vestirme, o para colgarme, que no sé planchar mis camisas, que no sé si el jabón de lavar es un calmante efervescente, que debo tomar siempre antes de cada comida. Pero vuelvo al mismo lugar, no estoy comiendo, no estoy durmiendo, ya que mi cuerpo no puede abarcar toda esa cama enorme, ya que nadie me ayuda a despertar por la mañana y que gasté mucho dinero en relojes despertadores, ya que su sonido taladrante aniquila mi calma y me obliga a incrustarlo en la frente de algún transeúnte cuando sale de ésta, a las cinco a m.
Estoy esperando hace mucho tiempo, solo puedo beber agua del inodoro, solo puedo comer periódicos, mis medias, cosas con algodón. Vuelvo a pensar en que eras lo mejor que le pasó a mi casa, a mi cocina, a los pisos, al baño, al techo, y al gato.-

Pero aún así, después de hablar demasiado con la camarera, él no pudo entablar nada, ni dialogo, ni una discusión; simplemente no puede mover su lengua, que está endurecida por tanta azúcar. Es cuando no alcanza a soportar más el estado de deshidratación comunicativa por la que con gran sufrimiento debe permanecer. Se levanta de su silla de manera muy brusca y su traje no se arruga, su moño permanece estático y las cartas no caen de sus mangas. Pero cuando se prepara para jugar, para demostrar que él posee el as de corazones, que él no tiene debilidades y si le preguntan, tiene el as de la cocina, o de la calle, también tiene el as de la valentía y de la atracción que sienten por él, por cada lagrima que cae cuando él se aleja de ellas, que lo adoran, así como él se adora así mismo. Pero en vez de tener el as de corazones, tiene una carta negra, como un corazón extraño, viejo y podrido. Parece más cualquier otro órgano, menos eso. Pero para su mayor sorpresa, ya no es el jugador de siempre, ya no es el hombre que era, se percata de ésto al tocar su ropa áspera, gruesa, es un predicador, el negro lo delata, el color mas usado del mundo, que no es un color, es un arma, es un agregado de belleza, es un golpe directo al rostro y una vulgar demostración de poder.

Ahora su boca se abre, su quijada como acto natural cae, él no puede evitar que la lengua quiera moverse; ahora no puede dejar de hablar, pero él no lo desea. Teme el qué dirá este nuevo predicador recién llegado de ninguna parte; trata obligarse a callar, sostiene sus brazos, sus piernas, dobla todos sus músculos, quiebra su espina, abraza con fuerza al extraño, intenta doblegarlo, quebrarlo, pero es el extraño que lo quiebra a él, entonces de su boca salen palabras y más palabras.
El, sin poder entender nada de lo que escucha, se encuentra perdido en si mismo, ahora el sujeto que habla, lo enloquece más que ninguna otra cosa, siente odio por éste, más de lo normal, más de lo que puede soportar, desea cortar su lengua, aunque es la suya propia. Siente el cuello del predicador en sus manos, pero es su cuello, de él, de nadie más.

El predicador, babea, suda, su piel es gris, sus ojos se apagan, sus dientes amarillos, la nicotina, el ultrasónico, el sabor a whisky en sus labios. Cuando habla, escupe arena, escupe restos de un viejo carro, escombros, huesos de animales prehistóricos, escupe canciones tristes, canciones muertas, escupe sus dientes, escupe páginas del gran libro y negro libro, escupe otros predicadores vencidos por camareras, en cafeterías, restaurantes, posadas, bares, escupe sus propios órganos, su sensibilidad perdida, sus sueños dorados, escupe sobrevivientes de alguna de sus pesadillas.
El predicador señala a todos con su dedo, se ríe, mientras mueve su cabeza, enciende un cigarrillo, con fuego salido de ninguna parte; no pestañea, ya que sus párpados parecen inamovibles, sus ojos de nuez, sus dientes de madera, su lengua de hierro y su voz como un rugido. Pero el rugido de piedras cayendo del cielo, de truenos batallando en las nubes. Entonces toma un libro negro, entre sus ropas oscuras y mientras busca, deja ver una cruz de madera tallada. Entre sus dedos de paja vive un revolver, una colt cuarenta y cinco, una arenosa pieza de museo que aún funciona para matar.

Como si tuviera el sol en su boca, se dispone a contar y elegir a su víctima, sus venas vacías, su ira imperecedera, llegado a la ciudad para encontrar a un solo hombre justo, con el libro y el arma en las manos, caminando por el sendero recto, entonces sin saber si matar a la monja, o a la secretaria, al doctor en medicina o al doctor en abogacía; entonces éste pregunta:

- Buena personas, ciudadanos del comportamiento animal, hacedores de olvidables hechos, virus de la madre tierra, ¿Quién desea morir hoy?, ¿Quién será el afortunado en su defecto afortunada, que dirá, yo por favor, a mí padre, démelo a mi?, Acaso todos son tan solidarios, que prefieren dar el regalo a otro miembro de esta cafetería?-

Es cuando todos, sin decir palabra alguna señalan a la camarera, no con la mirada sino con los dedos acusadores, piden por su exterminio. El predicador apunta el revolver justo entre los ojos de la camarera, le regala una sonrisa y una bala con el nombre de ésta, escrito con el sudor de un hombre “santo”, que tiene destino en su cráneo frágil, que se abre en dos al recibir algo que en los ojos de la niña parecía la nave conquistadora de las Américas. Al recibir mentiras de oro y plata, llega a destino y ella se siente como una reina al perder sus neuronas y no solo eso.
Partes de su ser empapan a los presentes, mientras el sacerdote ríe a una sola voz acompañada por un silencio espectral, que es cortado con tijeras de podar, por un grito penetrante, constante, delirante de una aterrorizada secretaria, que parece recibir una descarga eléctrica, cuando una bala de gran tamaño la atraviesa y borra su recuerdo para siempre. Es cuando con una botella de whisky en su derecha, el padre abre fuego a discreción a todas las personas y también los “abre” a ellos literalmente, salpicando toda la cafetería de contenido humano. Mientras algunos corren, otros aúllan, hasta encontrar que la única puerta de salida esta cerrada por fuera. Entonces el individuo que parecen ser dos, vestido de párroco, habla una vez mas:
- Uno solo de ustedes puede quedar vivo, díganme ¿Cuál?, sin dudar, entonces ¿Cuál será, por favor?-

Su intención es escuchar, pero su mano no puede esperar, barre con sus alegrías, con ingenuos sueños de libertad.
En alguna parte del salón, una mano se alza, pidiendo clemencia; es perforada por una pequeña bala de otra pistola, guardada en su bota. Una voz lastimada grita desde cada poro de su ser, de cada célula de la carne:
-Por favor, yo quiero vivir, no me importan los demás, ni mi mujer, ni mis hijas, señor no me mate.-
El predicador se acerca al hombre sonriendo y le pide que abra la boca:

-Señor, diga “A”.-

Cuando el señor dice “A”, se come una bala, entonces el hombre “santo” dice:

- Señores que buen gusto tiene este padrecito ¿no?.-

Es cuando los presentes asienten y saben que todos tendrán igual final. Entonces el ama de casa, dice:

- Bueno, que suerte que no fui yo; sí, suerte; qué me importa del hombre ese, que alguna vez fue mi marido.-

Suerte no es algo que crezca entre esta tierra yerma. Crecen eucaliptos, crece trigo muerto, crecen cactus y crecen penas, sin olvidar granos de arena.
La mano derecha del “santo” vacia otra botella de whisky en la barra de madera, en las mesas y sillas. La mano izquierda materializa fuego otra vez, para encender todo el lugar, mientras ríe como un hacha talando un viejo árbol. Observa los cuerpos arder, enfunda su revolver, su cruz, su credo y habla para si mismo:

-“Esto no esta bien, falta algo en esta escena, me pregunto ¿Que será?”.-

Entonces lo recuerda, los niños nunca mueren al final de la historia, debe dejar vivo a uno. Si es que lo hay. Mira hacia la izquierda, hacia la derecha, encuentra al pequeño Tomás.
El niño está protegido por un aura blanquecina que promete la seguridad de todo pequeño en el estado de horror moral. El predicador se acerca, con una sonrisa sincera, mientras sus ojos se vuelven azules y húmedos, su voz dulce como la de una nube en un cielo despejado de primavera. Lo tranquiliza, llevándolo a la salida más cercana que es, maderas abiertas, por una bala más de su revólver, que renueva las posibilidades de Tomás, el niño; entonces el padre sonríe y dice:

-Que tengas un buen día niño, aquí en el infierno hace calor, pero todavía es agradable, no te preocupes, come tu cereal, haz tus ejercicios, no mires demasiada televisión, no aceptes dulces de extraños y llegaras a presidente.-

El niño, le dice al padre:

-Gracias hombre santo, recordare sus dulces y sabios consejos. Ahora me voy a conquistar el mundo.-

Mientras el padre veía al “hijo” correr, por las praderas y los indios cabalgaban en tiburones entre las nubes, grandes gigantes de jengibre rebotan por los pastos, burbujas rosadas cantan con esplendor, que resuena entre las venas agitándolas como cuerdas. Entonces una aurora boreal resplandeció en la cafetería, primero con una implosión, luego una explosión, iluminó medio planeta, generando un eco que barrió el polvo de los desiertos, volcando camiones de gasolina en las carreteras, aniquilando poblaciones enteras. Pero el padre se decía a si mismo:
-Muchos adultos pueden morir en este dia, pero ningún niño morirá en el correr de“mi” historia.-
Ni en el correr o el caminar de la historia sobrevivió ningún alcohólico al volante. Como si el hombre “santo” decidiera por el destino de todos. Según crecía su ira, millones caían. Es que no era tan solo un “hombre” a fin de cuentas.
Después de tan grande holocausto, de que océanos apagaran el fuego y lavaran almas corrompidas ardiendo. El buen predicador, apuntó el revolver en su frente. Se dispuso a volar sus preciados sesos, cuando en un instante se dijo:

- Predicador, he dejado que mates a medio planeta, he dejado que se quemaran las carreteras, pero esto de matarme a mí, ¿Es broma no?.-

El predicador, enfundó el arma y pensó:

-Tienes razón, recipiente obtenido, no puedo herirte, ya que estamos juntos en cooperativa.-

Entonces el “mal chico”, que él sentía que debía morir al final, deja de lado la tradición, no le importan los finales esperados y prefiere ser el “buen chico”, que nunca muere.

De espaldas a lo que siente su público, se da la vuelta, sonríe y apunta con gran precisión a todos ellos. Su revolver abre sus fauces y escupe una lluvia de balas, casi como hay millones de estrellas en el cielo, así viajaron por un lapso de tiempo, hasta los cuerpos de sus espectadores, que fueron alcanzados por su “actuación”.
Al final de su obra toda la sala queda salpicada de sangre, así de sucios, pero divertidos, cien personas, aplauden de pie, ovacionan otra entrega del “predicador”, comiendo sus crispetas, levantándose de las butacas y sabiendo en sus corazones aturdidos, que la saga no tiene fin, porque volverán a ese teatro de la vida, ya que aun hay más. Siempre lo habrá.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡ya tienes el libreto de una buena historieta!...
ahora decile a tù chica que tiene mucho por dibujar.