19/3/09

Stella En Sus Lobulos


Otro recuerdo del pasado viene a mí, otra historia del “viejo” mundo. Estoy en un bar, me siento a una mesa y sin querer, observo a alguien.
El hombre es un desconocido, aunque en mi mente lo he visto; es un transeúnte; también es padre y marido, por las personas que lo saludaban con afecto.
Pero también tiene un pésimo carácter al atender muy mal a los clientes en su pequeño bar, que no es suyo, sino de un amigo, al que envidia por la forma en que éste vive su vida y al que, apretando los puños, odia por despreciarlo siempre. Pero también necesita de su ayuda, cuando enmudece con lagrimas y con una sonrisa se dice para sí que no le importa.

¿Quién sabe cuántas experiencias habrán vivido juntos?

Tal vez ninguna, quizás solo se soportan; pero éste, cuando se queda con el dinero, da mal el cambio, o trae el vaso de cerveza todo mojado de sudor, afecta con su desdén a cada espectador de ese teatro tan barato, que es gratis con la bebida , las papas fritas, con el maní y las crispetas.
Su aspecto es de grandeza cuando llega por la mañana y de tristeza cuando sale por la noche. Es joven a veces cuando llega su esposa y sus ojos se iluminan como estrellas; pero no son más que faroles de bajo voltaje, ya que cuando ella sonríe al dueño, sus estrellas se caen afectando todo un planeta, sus asteroides ruedan por el piso sucio del bar, haciendo tropezar a algún borracho de turno.
Es cuando los espíritus de todos los clientes mal atendidos por él, se hacen presentes, para que a las cinco en punto, la paranoia despierte en el servidor de copas, para que le ladre a alguna que otra bailarina y para que descubra que unos ojos pequeños, singulares, lo observan desde hace meses, con la afectividad de un perro que quiere su hueso; para este momento, en su boca, sus cejas y sus tics, se lee que desea renunciar a su sueldo magro, para atarse una roca al cuello y tomar el tren de las seis, bajo el puente en las heladas aguas, de una vida llena de remordimientos, e inútiles y frágiles sueños vendidos al mejor precio.
Aunque éste no será ese día, detrás del mostrador tal vez guarde un pequeño utensilio de cocina, que escupe balas para amedrentar algún que otro molesto, que no desea dormir en su casa. El no está dispuesto a arrastrarlos a sus camas; ya que estos le quitan la vida, le acortan los días, es un mal que no tiene arreglo, ya no.

Es de día, toma vino tinto con agua sin gas, toma una aspirina, después otra, se sirve un café, después se sirve otro, después toma una botella de jugo, al final se limpia con un mantel, enciende un cigarrillo doblado, come un caramelo de menta, después otro de miel, busca en sus bolsillos algún objeto de felicidad, busca su reloj, que por el gesto, o sea la mala cara, ya no tiene batería, cierra los ojos, se muerde los labios, se peina, se toca la frente una y otra vez, se lamenta, habla solo, pide ayuda al techo, mira asustado el suelo, se acomoda la camisa, anuda la corbata, abotona las mangas, se pone el saco, la fina chaqueta, los guantes, el sombrero, las gafas, ladra una o dos veces.

Para cuando amanece, los focos de luz revientan, las puertas se cierran y un fisgón profesional siente el apretón en su garganta; son sus fríos guantes de cuero, que me ahogan, las palabras se agotan, los ojos del mesero se iluminan, y yo no veo ninguna luz al final del túnel.

Me despierto un poco aturdido, aún estoy aquí, ahora. Todo fue una especie de pesadilla, o tal vez ocurrió en verdad. Ahora no lo sé, pero sí pienso en algo debido a lo ocurrido:

MORALEJA: MEJOR COMER (Y BEBER) EN CASA.

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